Yo vivo en un jardín. En este jardín aquí que tú ves, lo he construido a pulso. He traído piedrecillas de la orilla del río. He recogido musgo en mis paseos vespertinos en busca de respuestas. He caminado a través del bosque ignorando las margaritas y los lirios yendo a tientas tras esas hierbas perfumadas que alegran mis mañanas. Cada flor, cada tallo, cada una de esas hojas y esos tonos que atraen a las libélulas, todo eso lo he planificado cuidadosamente, porque esos son mis modos. 

A mí me gustan las flores, me agrada saber que ellas se preocupan por mí al mismo tiempo que yo me preocupo por ellas. Yo les doy espacio, les ofrezco agua, les doy dedicación y las dejo ser. Ahí está el secreto. No me importa si arrojan sus pétalos al aire, si se entretienen bailando con el viento, si cambian una abeja por otra o si deciden usar un color distinto cada día. Esas son cosas de flores, y como tantas otras cosas que no entiendo, sé que lo mejor que se puede hacer es lo siguiente: Nada. 

Yo me paro al frente, con los ojos abiertos, con la mirada serena, con los pensamientos vacíos, y dejo que las cosas sean. Yo tengo mis propias cosas, en mi cabeza siempre hay una fiesta para que sepas. Mi jardín seguirá siendo mi jardín, a mi nadie me arrebata ni la alegría ni la tristeza, esos días han quedado atrás. 

Cambiarán las estaciones, se caerán los pétalos o las corrientes los llevarán a otro lado, las cosas de las flores no son mías. Todo lo he logrado a pulso y con cariño, estoy tan atado a mis hechos que no me importan mis palabras. No importa lo que diga, ni lo que diría que haría, mi armonía es grande como una montaña y estoy infinitamente en paz. Lo único que me hace derramar lágrimas es el viento caliente, nada más. Para todo lo demás no tengo tiempo, para las flores marchitas tampoco. La muerte es para los muertos.